Hacía un sol abrasador, y varias gotas de sudor resbalaban por mis mejillas. Yo estaba vestido con un pantalón deportivo y una capucha. «No mires a nadie» me dijo una de mis compañeras más experimentadas. «Lo sé» respondí yo.
El suelo estaba completamente desnudo sin asfalto ni concreto, por sabe dios que hijo de puta de alcalde que se tiró la plata en prostitutas suecas en vez de preocuparse por sus votantes. Ambulantes por doquier, así como moscas y hediondos basurales adornando junto a los ladrones cada esquina.
Estábamos en el paisaje «rústico» de una película latina para el mercado festivalero europeo.
Estábamos en La Parada.
¿Por qué?
Por el cine.
Cuando cumplí mis quince años ya era un cinéfilo empedernido. No había fin de semana en que no viese una película. Yo me recitaba de memoria (de hecho hasta ahora puedo todavía) las fechas de estreno y los nombres de los directores de distintas películas…
1986 Blue Velvet David Lynch, 1974 The Texas Chainsaw Massacre Tobe Hooper, 1971 A Clockwork Orange Stanley Kubrick, 1987 Nekromantik Jörg Buttgereit, 1988 Child’s Play Tom Holland and Don Mancini, 1980 Cannibal Holocaust Ruggero Deodato and Gianfranco Clericci, 1986 The Fly David Cronenberg, 1960 Psycho Alfred Hitchcock, 1962 Lolita Kubrick, 1997 Lolita Adrian Lyne, 1987 Full Metal Jacket Stanley Kubrick, 1980 The Shining S.K. both, etc.
Todas las acabo de recitar de memoria y solo me faltó incluir parte de la filmografía de Woody Allen.
Durante mi etapa escolar yo veía al cine como un arte similar a la pintura y a la literatura. Yo me imaginaba en un futuro escribiendo guiones para luego convertirlos mágicamente en imágenes.
Antes tenía poco contacto social así que ni siquiera me imaginaba hacer películas con actores reales. Creía que mágicamente encontraría exactamente a los personajes de mi imaginación en el mundo real, como si de moldes imaginarios saliesen galletas de verdad. O sea, algo bien cojudo.
Obviamente solo había hecho un corto de dos compañeros vestidos en togas y dando un diálogo de una tragedia griega. Nada más homoerótico que eso. (Cabe añadir que para ese tiempo no hubiese sabido el significado de la palabra «homoerótico»).
Al estar en un colegio católico yo vivía en el límite de ser una buena oveja de dios a un voyeur pervertido que se excitaba con las quemaduras de cigarro.
Ignoro como podía vivir de esa manera. Por un lado profesaba un repudio por los homosexuales y el sexo pre-matrimonial y por otro me podía ver Terciopelo Azul una y otra vez, ignorando adrede que era algo en contra de mi religión.
Cada vez que alguien me preguntaba lo que quería ser, les decía «director de cine» solo para poder tener la importancia debida y la admiración gratuita.
Ese truco barato para obtener admiración se acabó de inmediato cuando hice un intercambio estudiantil en Alemania. Las personas allá eran un poco más meticulosas, pues si alguien me preguntaba lo que quería ser y les respondía, ellos lanzaban una siguiente pregunta: «Ah, ¿y qué has hecho?».
«Lamentablemente, ni mierda» me respondía a mi mismo tristemente.
Más tarde haría algo y me daría cuenta que hacer cine no es lo mismo que ver cine. Una cosa es comentar películas con tus amigos en una reunión o hablar de las mejores escenas de terror que has visto o filosofar sobre la lección vitalicia de Fight Club en la sociedad posmoderna del siglo XXI. Eso es solo ladrar, hacer cine, como me daría cuenta más adelante, era morder y embarrarse.
Cuando volví a Lima me metí primero a la Escuela de Cine de Lima y luego al Instituto Charles Chaplin donde pasé tres años no solo estudiando y teorizando acerca del cine, sino haciéndolo de verdad.
Hacer cine no es para nada una tranquila tarea académica que haces en la tranquilidad de la biblioteca mientras escuchas a Liszt.
Hacer cine es escribir un guion a sabiendas que cada cosa que pones te va a costar dinero de producción. Luego es subrayar cada huevadita banal que escribiste como la mesa donde se sientan tus personajes, la taza de donde beben, los zapatos que llevan, y todo eso valorizarlo en dinero o pensar en como conseguirlo gratis.
Después es locacionar y pedir permisos a la municipalidad o a los dueños de las casas donde quieres grabar. ¿No pudiste conseguir la casa de ensueño? ¿La policía te quiso botar a último minuto? Te jodiste, igual ya tienes a todo el equipo técnico atrás tuyo y tienes que resolver el problema.
Hacer cine es revolcarse en lodo, es amanecerse para poder completar las tomas que te faltan, es darte cuenta que no salió exactamente como tú querías y que estás con poco tiempo y mientras piensas qué hacer, el reloj tictaquea.
Hacer cine es saber de administración, de planificación, algo de psicología y de un montón de otras cosas más.
De mi promoción que fuimos casi 50 personas solo salimos menos de 10. Los otros 40 y tantos descubrieron que no era lo suyo. Yo hubiese sido de ese grupo de no ser por otra motivación que tenía.
Como mencioné, en ese tiempo yo era un poco huraño y no tenía amigos. El primer día que llegué al Instituto mi primer objetivo era conocer gente de mi edad. De casualidad me senté a lado de un tal Guillermo. Él al igual que yo, era una enciclopedia del cine. De inmediato hicimos buenas migas y hablamos casi una hora sobre todo tipo de películas.
Después él me presentó a Joao, un chico cristiano de lentes con una afición por el ánime y el cine de terror, con el cual mantendría una fuerte amistad hasta el día de hoy.
Con el paso del tiempo conocí a otras personas con la misma pasión y al hacer amistades, aprendí poco a poco a trabajar en equipo, algo que tiempo atrás jamás había experimentado. Por primera vez uní la teoría, el mundo de las ideas, con la praxis carnal en el mundo de la producción de películas.
Y eso a veces puede ser un proceso sórdido y sucio, en especial cuando tienes que caminar por uno de los barrios más marginales de tu ciudad, solo para buscar la utilería «perfecta» que tu jefe de equipo quería caprichosamente para su proyecto.
No sé como salimos vivos de La Parada. A mi no me pasó nada porque fui vestido como un egresado de maranguitas con el look de un delincuente juvenil, pero una amiga casi se desmaya por el calor y la presión.
Aún así jamás abandonaré al cine. En este ámbito es fácil caer, porque entras en dudas de que si realmente tienes talento o no. Créanme, lo más importante en cine como en cualquier profesión, no es el talento, sino la perseverancia. En los momentos más desesperanzadores, en que tienes que nadar a la superficie en un mar de mierda, si no crees en ti más te vale que aprendas a hacerlo.
Hay mucho sudor y lagrimas involucrado en el rodaje de un corto. Sin embargo no cambiaría esta profesión por nada del mundo. No saben la satisfacción que uno siente cuando ha hecho un trabajo bueno. Cuando la gente se ríe de lo que se tiene que reír, cuando grita de lo que tiene que gritar o cuando llora cuando tiene que llorar.
La obra final, que resulta ser un potente catalizador de emociones y reflexión, es uno de los mejores éxtasis que jamás uno pueda encontrar.
Por eso amo al cine.
Y lo amaré siempre.
Escrito por Raúl «Radwulf» Valero Chávez
04/02/2018
Estimado Raúl:
He sido testigo, durante tu formación académica, de la «autobiografía» que narras y sé que aún vives esta pasión.
Me alegra mucho saber que persiste en tí esta locura de hacer cine.
Sigue así, que hacer cine no solo es «morder y embarrarse» como dices en tu nota. También es narrar experiencias de vida – como tu autobiografía – que sirvan como punto de partida de historias cinematográficas ( La Parada, por ejemplo ).
Lo único que debo añadir, a manera de comentario personal, es que desafortunadamente, ESTE AMOR NO TIENE CURA.